segunda-feira, fevereiro 04, 2008

"o menino troféu" por Miguel Ángel Santos Guerra





"Hace unas semanas dediqué esta sección a reflexionar sobre la importancia de las profecías de autocumplimiento (Véase “El apellido Contreras”). Hoy me quiero ocupar de la otra cara de la moneda. De una moneda falsa que circula por la educación. Se trata de la exigencia desmedida que obliga a una persona a realizar un sueño imposible.El sueño de otro que se le impone como una condena. Hablo del niño trofeo, del terrible “síndrome del niño prodigio”. Un niño que se convierte en el protagonista involuntario de una pesadilla.


Me ha conducido a esta espinosa cuestión la extraordinaria novela del escritor extremeño Luis Landero. Su título es ‘Hoy, Júpiter’. Delicioso título, por cierto. El autor lo explica, ya avanzada la obra, de la siguiente manera: “…entonces me acordé de una cosa que me había contado mi socio René allá en la cárcel, y fue que una vez estuvo en Santiago de Chile y que, en una placita, vio una noche a un viejo vestido pobremente que tenía instalado un telescopio de latón, aún más viejo y pobre que él, y un cartelito de cartón al lado donde ponía con mala letra “Hoy, Júpiter”. Cobraba sólo la voluntad, y cada algunas noches, según las órbitas o a saber qué, cambiaba de astro. Según René, apenas se veía un resplandor difuso, pero el viejo, muy serio, decía: “Ese es Júpiter”, o “Esa es la Hidra”¨, o “Esa es Tucán”, o “Ese es Venus” y el que quería se lo creía y el que no, no”.Coincidí con Luis Landero hace unos años en un bar de Almendralejo, su pueblo natal, después de haber leído su novela “El guitarrista”, también excelente, pero no tanto como ésta. Le felicité por su trabajo y hoy, si pudiera hacerlo, lo haría de forma aún más efusiva. Excelente narración, extraordinario dominio del lenguaje. Y dos historias que confluyen al final.No voy a reventar al lector la trama del libro como hizo aquel acomodador de cine que, molesto por la escasa propina que un rezagado espectador le entregó, se acercó a su butaca y, al oído, le dijo con recochineo: “El asesino es el sheriff”.Haré referencia, sucintamente, a un personaje de la novela, cuya vida queda tan condicionada por las expectativas que sobre él forja otra persona que le convierte en el protagonista de un drama. La expectativa desmedida de otra persona le obliga a ir de mentira en mentira, de fracaso en fracaso, de desastre en desastre. El proyecto de su vida no lo hace el interesado sino otra persona que pone en él tantas esperanzas, tantas ilusiones, tantas exigencias, tanto orgullo, tantos sueños imposibles que convierte la vida del otro en un triste fiasco, en la sombra maldita de sus sueños inalcanzados.Las causas de esta demanda, de esta exigencia, de esta expectativa exagerada es, quizá, una frustración sobre la propia vida. (Ya que yo no he podido llegar a nada, quiero que mi hijo, mi amigo, mi alumno, llegue a donde yo no he podido llegar). Otra posible causa es un mal diagnóstico, un diagnóstico equivocado que se cuelga del cuello del niño o del joven obligándole a acomodarse a lo que otros han pensado que puede y debe alcanzar. Una tercera causa puede estar en la pretendida satisfacción que genera en los padres, por ejemplo, el hecho de tener en casa un genio. Hay quien se cree a pie juntillas aquel engañoso dicho: “de tal palo, tal astilla”.Pienso en esas deportistas a las que se ha roto la vida porque los padres pretendían que batiesen todos los records habidos y por haber, o en esos estudiantes que han sido en su momento brillantes y están condenados a serlo de por vida. “Parece mentira que tú, precisamente tú, vengas a casa con esas notas tan mediocres. Para ti un notable es como para otros un suspenso”. Y ese tipo de exigencias hace que las personas estén obsesivamente a la caza de una matrícula, de un primer puesto. porque ser segundo ya es un fracaso. Y todo para ser queridos, aunque el amor sea gratuito.El temor a defraudar puede conducir a todo tipo de desastres. A mentir cuando el que exige no puede comprobar que son ciertos los éxitos, a conseguir por malas artes lo que no se ha podido alcanzar por medios legítimos, a dejar la piel en la consecución de logros que, de otro modo, serían inalcanzables.Si ante las profecías de autocumplimiento hay que tener el valor de decir no, también hay que plantarse ante estas demandas desmedidas, que exigen esfuerzos sobrehumanos. El peligro es entrar en el juego. Aceptar las primeras exigencias como una demanda normal, lógica, coherente, incluso aduladora. Después será muy difícil salir de la estela de lo extraordinario.Está bien que se exija a cada uno en la medida de lo que pueda conseguir, pero hay que ser extremadamente cuidadosos con lo que se exige. En primer lugar porque los diagnósticos son relativos, no absolutos. En segundo lugar porque las personas atraviesan fases de una enorme variabilidad. Cuando se coloca a un niño la etiqueta de “superdotado” se está creando un estereotipo peligroso.Por eso la educación es una tarea de gran dificultad y a la vez de gran responsabilidad y de gran riesgo. Los diagnósticos son como fotos que se obtienen en un momento determinado. Pudiste salir con la boca torcida o con un gesto sublime que no se corresponde con la realidad de la cara. Convertir esa foto en un destino que condiciona toda la vida del individuo es un error que mucha gente ha pagado muy caro.El personaje de Luis Landero es un prototipo de esta maldición educativa. Una persona hace de su vida un estrepitoso fracaso porque los sueños erráticos de un personaje frustrado crean un mito que debería conseguir éxitos prodigiosos cuando no es capaz de alcanzar lo que la mayoría pude conseguir.Si se comete un error y la evidencia nos convence de la equivocación, lo sensato es rectificar y corregirlo cuanto antes. Lo que pasa es que algunos errores se mantienen de forma espectacular y dramática durante toda la vida. Lo terrible de esta situación es que la víctima se ha jugado la vida (y la perdido) en una ruleta en la que no había jugado."

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